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Zona 23 de Comodoro: el proyecto solidario que educa y contiene a niños del barrio Moure

La humedad se siente en el ambiente. El sol de la tarde comienza a caer y pronto la noche dará un nuevo tono al paisaje. Los chicos corren de un lado a otro con una improvisada pelota de plástico. Corren, gritan y ríen… ríen mucho con aquel pequeño objeto que debe ingresar en uno de los arcos imaginarios que crearon para empezar el partido. Rosa María los mira y sonríe con esos ojos de madre a la que no le importa el ruido, sino la felicidad que tienen por un rato.

El Centro Comunitario “María Madre de los Migrantes” funciona en el barrio Moure, uno de los sectores más carenciados de Comodoro Rivadavia. Gran parte de sus vecinos son inmigrantes que llegaron de Bolivia y Paraguay, pero también hay quienes vinieron del norte del país y, por supuesto, aquellos que viven allí desde siempre.

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A ese sector todos los días llega Rosa María, una consagrada que  hace más de quince años forma parte de este espacio, que ya es parte de la vida en la Zona 23, como se conoce a este sector dentro de la diócesis de Comodoro.

“Este proyecto nació con la Misión Continental que hubo hace unos años”, explica Rosa María a ADNSUR. “Yo vine como misionera y, como soy catequista, también trabajábamos con los chicos para la catequesis y, en esa tarea, nos dimos cuenta de que había chicos de diez o doce años que no sabían leer ni escribir. Entonces empezamos a darles fotocopias, a hacerlos escribir en el pizarrón y así nació este proyecto de apoyo escolar, hace más de quince años”.

Rosa María es una de las fundadoras del Centro Comunitario “María Madre de los Migrantes” del barrio Moure. Foto: Fredi Carrera.

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Por amor a Dios

Oriunda de San Carlos de Bariloche, Rosa María vive en Comodoro Rivadavia desde hace años. Desde los quince dedica su vida a la religión y en la actualidad es consagrada y sirve en la Pastoral Migratoria de la Diócesis de Comodoro Rivadavia.

Cuando habla, lo hace con humildad y tranquilidad. Sonríe ante cada palabra y prefiere no hablar de sí misma, sino del proyecto, porque, como ella dice, lo importante son los chicos que atiende junto a Gaby, Mely y Mónica, los distintos voluntarios que llegan durante la semana.

Por la mañana, ella trabaja como niñera y, una vez que termina sus obligaciones laborales, se dirige al centro comunitario, este espacio “nómade” que funciona donde alguien les cede un lugar.

En la actualidad, el centro funciona en la calle Wilfredo Andrade, en la primera o segunda cuadra al ingresar por 10 de Noviembre. Un vecino del sector prestó un local desocupado en el que también ensayan los grupos de baile: “Virgen de Copacabana”, “Negritos”, “Caporales”, “Salay Bolivia”, “Salay Pasión” y “Las Morenitas”.

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Para ellos, este es un gran edificio, porque lo importante es la tarea social que se puede hacer con los niños dentro de esas cuatro paredes, más allá de que a veces las comodidades no sobran.

La vida en los barrios

Todas las tardes, Rosa María llega entre las 16:00 y las 16:30 h al centro comunitario. Le gusta ordenar todo antes de recibir a los chicos, que llegan cuando salen de la escuela. Algunos van directo al centro y otros pasan por su casa previamente. En el lugar toman la merienda y luego comienza la clase de apoyo escolar.

“Los chicos van llegando de a poquito; son alrededor de cuarenta, quizás un poquito menos, quizás un poquito más, y vienen acá a recibir apoyo escolar, a hacer sus tareas, y nosotros los ayudamos también en aquello que tienen más difícil», cuenta sobre la tarea que realizan. 

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«Todo esto es casi a pulmón: ponemos de nuestro bolsillo para comprar los elementos que necesitamos para la merienda y también recibimos donaciones. A veces nos faltan mesas y sillas; acá no tenemos cocina. Nos acomodamos con una pava eléctrica: ahí calentamos el agua y con eso hacemos la leche chocolatada, que acompañamos con galletitas o pan con manteca. A veces hemos tenido donaciones hasta de los vecinos de enfrente, que nos regalan manzanas y naranjas para que les demos a los chiquitos. Cáritas a nivel diócesis también nos colabora bastante; nos ha donado útiles escolares para los chiquitos que no tenían, además de otro tipo de materiales como libros, cuadernos, hojas, carpetas, afiches y cartulinas. Es más recién terminamos de hacer con uno de los chiquitos un afiche que tenía que presentar mañana, y a los que no tienen tarea de la escuela nosotros les damos para reforzar”, cuenta con entusiasmo. 

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La consagrada cuenta que a muchos chicos les cuesta hacer la letra cursiva. Para ayudarlos, les dan diferentes ejercicios para practicar. “Gracias a Dios hemos visto adelantos en varios chiquitos”, dice Rosa María con satisfacción. “A ellos les gusta venir, porque después de la tarea tienen un tiempo de recreación, toman la merienda y juegan. No tenemos red, pero ponemos un hilo de acá para allá y hacemos una cancha de vóley. Después ponemos unos conitos y hacemos una cancha de fútbol, juegan con una pelota, una soga, con lo que sea”, dice mientras los mira y rie.

En el barrio Moure la riqueza no abunda. Hay vecinos que tienen un buen pasar económico y otros que la luchan día a día. Como cuenta Rosa María, muchos llegaron escapando de la pobreza de su país de origen, en algunos casos sin saber leer ni escribir por haber crecido en la montaña o el campo. Así, ayudar a los chicos con la tarea de la escuela a veces puede ser más que complejo dentro de la familia.

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La realidad muchas veces es dura y los voluntarios del centro están ahí para tratar de dar una mano. «Nos pasaba que nos encontrábamos con chicos que, cuando llegaban a casa con la tarea, no tenían a nadie que les pudiera ayudar o decir “esto se hace así”, “lo hiciste bien” o “lo hiciste mal”. Así que decidimos ayudarlos porque creo que, hoy en día, es un crimen negarle a un niño la posibilidad de leer y escribir. Es tarea de los adultos atender algo de esta índole y no quedarnos con los brazos cruzados, sino ver qué se puede hacer por los niños y los adolescentes».

Al centro comunitario llegan chicos de todas las edades, principalmente de primaria y secund

Al Centro Comunitario asisten chicos de todas las edades. Foto: ADNSUR.

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aria, pero incluso han llegado algunos de nivel inicial acompañando a sus hermanos. Pero el desafío no solo es educativo.

“Es mucho el trabajo que hacemos; estamos de lunes a sábado. Los trabajos pastorales que hemos realizado han consistido en concienciar en la zona sobre el maltrato, sobre todo lo relacionado con las mujeres y la violencia de género. Cuesta erradicar eso y también concienciar a la mujer de que tiene derechos, que se deben respetar los vínculos, y a los niños también, porque hemos tenido casos de niños abusados”.

“Pero esto también sirvió para unificar a la comunidad, porque a veces los grandes se pelean y transmiten todo ese odio o esa desigualdad a los niños, y a veces los chicos pueden llegar a romper con todo eso, fortaleciendo la amistad entre ellos, preocupándose cuando no viene un compañero. Entonces ha servido para unificar mucho a la familia y concientizar a los niños para que se ayuden, se apoyen y se defiendan”.

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El trabajo también es religioso. El centro comunitario pertenece a la parroquia San Cayetano, a cargo del padre Julián. El cura todos los miércoles celebra la misa en el barrio y la última semana también participó de las actividades de la novena por la celebración de la Virgen María, Madre de los Migrantes.

Mientras que los viernes están dedicados al día del arte, con un taller donde los chicos dibujan o pintan para luego escribir un cuento en forma individual o conjunta. “La idea es incentivar la lectura, pero es muy lindo porque va saliendo la riqueza de ellos”.

Lo cierto es que, a pesar del trabajo que hacen, todo a pulmón y con mucho corazón, el lugar también ha pasado por malas experiencias. En su momento, les donaron un tráiler con el cual trabajaban, pero se lo prendieron fuego. Por eso, ahora esperan que el municipio les ceda un terreno para que el proyecto tenga su propia sede.

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“Hemos andado por todo el barrio porque donde nos prestan un lugar, ahí es donde estamos. Ya hicimos la petición de un terreno y estamos esperando. La verdad es que hemos pasado por muchísimas cosas: nos han robado elementos que teníamos para los niños, pero también han ocurrido cosas lindas, porque después de todo eso vemos que los chiquitos pueden salir adelante en la escuela, sacar buenas notas y pasar de grado sabiendo; como también nos hemos dado cuenta de que hay chiquitos que pasan, pero los grandes no se quieren dar cuenta de que ese niño necesita más tiempo, más atención. También hemos tenido esos casos”.

Un trababjo con vocación de servicio

Rosa María admite que es un gran desafío y que el trabajo no para. El centro atiende en verano y en invierno, cuando las calles se llenan de barro y a veces se vuelve difícil transitar. A pesar de todo y del frío, los voluntarios siempre llegan porque saben que los chicos los están esperando.

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El sol ya se escondió detrás de los cerros y la noche alumbra las calles del barrio Moure. Las actividades están terminando, previas a la misa de la celebración por el Mes del Inmigrante. Rosa María sale del salón y camina por las calles del barrio. Una chica la saluda y otra le saca charla cuando se cruzan. Los chicos corren delante de ella.

La charla va llegando a su fin y la pregunta es inevitable. ¿Qué significa para ella trabajar en ese centro? 

“Para mí, trabajar en esta zona significa mucho, porque en un momento delicado de mi vida ellos fueron como un faro de esperanza, como si me hubieran sostenido en la fe. Entonces, es algo grande trabajar con ellos y con sus padres”.

“Pero es mucho poner el cuerpo y defenderlo, porque a veces uno también ha tenido la tentación de decir ‘hasta acá llegamos’, pero después uno recuerda la opción que ha hecho y no es ‘que se arreglen como puedan’, porque eso no es lo que Dios quiere, sino ‘vamos a ver qué quiere Dios y seguir adelante’. También es hermoso porque los chicos que ya son grandes, que están trabajando, vienen a saludarnos y a darnos una manito, recordar el tiempo que pasaron y ver que uno sigue todavía luchando y recibiendo a los chicos que entran. Por eso esto es mi vida, porque lo hago con mucho amor y por amor a Dios y a los niños, que yo creo que se merecen lo mejor”, dice con una sonrisa.

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